La humanidad ha llegado a sus límites. La fascinación con el progreso tiene su contracara en la exclusión de cientos de millones de personas y una degradación sin retorno del medio ambiente. Grandes contingentes humanos huyen de las guerras, del hambre o de los desastres ecológicos.
No es la primera vez que esto ocurre. En América Latina, en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, recibimos a muchos millones de europeos vencidos por la miseria provocada por la industrialización capitalista, primero, y las dos guerras mundiales, después.
Pero a diferencia de entonces, ahora los inmigrantes son recibidos con miedo, odio y rechazo en las sociedades receptoras, ubicadas en el Norte Global. Su llegada alimenta a las fuerzas políticas más reaccionarias, las que impulsaron la elección de Donald Trump en los Estados Unidos, la victoria del Brexit y que jaquean a los gobiernos en Italia, Francia, Holanda, Alemania, o Austria.
Desde que el neoliberalismo tomó cuerpo en los gobiernos de los principales países de Occidente, entre finales de los años 1970 y la década siguiente, hemos visto la construcción de “sociedades de 1/3”, es decir, en las que el modelo tiene un futuro a ofrecer solo a la tercera parte de la población. El resto, en cambio, está condenado a la precariedad laboral, la vulnerabilidad social y la disgregación comunitaria. Ese es el caldo de cultivo de las políticas de odio, racistas y xenófobas de las fuerzas de extrema derecha, que inculcan que los causantes de sus miserias son “los otros”, los diferentes, los extranjeros.
Al mismo tiempo, el neoliberalismo y sus tecnócratas desarrollaron una cultura de irresponsabilidad con el medio ambiente. Solo se trataba de que “el mercado” resolviera los problemas que se fueran planteando. En la actualidad, el neoliberalismo se encuentra en lo que podemos denominar su fase más autoritaria. En tal sentido, va mucho más allá de lo que hemos conocido. Simplemente propone descartar los problemas que no favorecen sus opciones. Así, el gobierno Trump retiró a su país de los acuerdos de Paris, que ya de por sí eran débiles e incapaces de resolver los grandes desafíos que tenemos por delante. Pero eran una senda a forzar, recorrer y profundizar.
Si la principal potencia económica y militar del mundo decide desarrollar su economía sin ningún cuidado ambiental, a la par que bajar impuestos para atraer inversiones y liberalizar aún más los circuitos de capital financiero, estamos frente a un escenario de grandes riesgos. Es la primera vez que desde que EEUU se convirtió en potencia hegemónica no tiene un discurso ideológico que busque consenso en torno a su papel.
Los slogans “America First” y “Make America Great Again” pueden servir para ganar el voto de los estadounidenses desesperados, pero no le dan al mundo ni una sola razón que justifique alinearse con una potencia que no le ofrece nada. Por eso, Trump estará tentado cada vez más a usar la fuerza antes que la diplomacia en las disputas internacionales. Sus recientes indicaciones para cargos tan importantes como Consejero de Defensa, Secretario de Estado y Directora de la CIA apuntan en ese sentido.
Este es el mundo que nos ofrece la actual clase gobernante mundial: exclusión social de las mayorías, irresponsabilidad ambiental y peligro creciente de volver a un ciclo de guerras mundiales. A pesar de que las fuerzas de extrema derecha manipulen electoralmente a sectores amplios de la clase trabajadora, azuzando sus miedos y resentimientos, la política que ofrecen sus voceros, sean Trump o Teresa May, el Frente Nacional de Francia o la Liga Norte de Italia, no resuelven los problemas de los trabajadores. Los agravan.
Por eso, el gran desafío para las fuerzas progresistas del mundo y el sindicalismo dentro de ellas, es rescatar una política de la clase trabajadora capaz de recolocar sus intereses históricos como el paradigma que debe orientar nuestras acciones. Por tanto, es necesario que el progresismo y el sindicalismo cambien de actitud política. La llamada “Tercera Vía” de los años 1990, liderada por políticos de los EEUU e Inglaterra, produjo una gran desmoralización del progresismo, que se mostró incapaz de defender a las mayorías sociales, de tener un proyecto para el conjunto de la clase trabajadora. Para apuntar a una transformación productiva, que sea social y ecológica a la vez, debemos derrotar políticamente a las fuerzas de derecha que empujan al mundo hacia el abismo. Para derrotarlas necesitamos de un programa actualizado y una estrategia conducente a los desafíos actuales. Veamos algunos puntos.
Es necesario recuperar la democracia, en su sentido más pleno. Eso significa fortalecer las formas de participación ciudadana. Una de ellas son los sindicatos. No habrá democracia sin sindicatos fuertes. Éstos no existirán sin la recuperación de la cultura y la práctica de las negociaciones colectivas con las ramas de la economía y empresas. Y no tendremos auténticas negociaciones sin recuperar el derecho a la huelga, que es la herramienta de los trabajadores para equilibrar fuerzas con el sector patronal, sea el privado o estatal.
Cuando Margareth Thatcher afirmó que no existía “algo como la sociedad” sino una suma de individuos, estaba fundando la barbarie que nos atormenta hoy. Los herederos del neoliberalismo están reatando vínculos no a través de paradigmas modernos, sino a través de los miedos cultivados con viejos prejuicios. Eso ya lo vimos en los años 1920-30 cuando floreció el nazi-fascismo. Que nadie ignore hoy los ingredientes con los que se está elaborando esa ideología del miedo y la intolerancia.
Contra ese fantasma que recorre el norte capitalista y amenaza expandirse por todo el planeta, buscamos la cohesión social, el bienestar de las mayorías. Eso necesariamente se hará contra el mercado, sin necesidad de eliminarlo, pero sí colocándole límites y condicionantes. Es lo que hizo Europa durante la postguerra. ¿Vamos a necesitar acaso de una tercera conflagración global para decidirnos a un nuevo contrato social que promueva la inclusión de todos y todas, en el Norte y en el Sur, en Occidente y en Oriente?
La larga onda neoliberal que ha azotado al mundo se propuso sustituir el Estado de Bienestar como proyecto de sociedad por un modelo donde el buen rumbo de los negocios privados “gotearía” hacia abajo en la forma de empleos y salarios para todos y todas. Pero ¿cuál es el balance después de décadas de aplicación? El aumento de la precarización laboral y vulnerabilidad social en todo el planeta, cuando no simplemente el desempleo estructural.
Ese resultado era previsible – y desde el sindicalismo siempre lo denunciamos, desde un comienzo - porque el neoliberalismo se basaba en provocar la disputa entre países por atraer inversiones, otorgando ventajas de más bajos costos laborales y menores niveles impositivos, con el mundo sufriendo las consecuencias de seguidas crisis económicas – la más reciente de las cuales la de 2008. Y para ponerle cerrojo al modelo, para que los países no puedan salirse del mismo, los gobiernos optaron por la liberalización de las finanzas internacionales. De forma a que todas las economías, sobre todo las periféricas, estén bajo constante amenaza de las agencias calificadoras de riesgo, que nada más resguardan los intereses de los especuladores internacionales.
Un mercado globalizado con trabajo decente supone grados de regulación. Esa ha sido la función que el movimiento sindical ha defendido que tenga la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Pero lo que hemos visto ha sido que las presiones de los sectores patronales para debilitar a ese organismo y sus convenios han surtido efecto gracias a la actitud de los gobiernos.
Nuevos grados de regulación suponen también reducir los grados de libertad del comercio internacional. No como lo está implementando el gobierno Trump contra los demás países, sino para generar nuevas articulaciones, sobre todo regionales que, basadas en criterios sociales y ambientales, consigan desarrollar mercados amigables al trabajo digno y a la sustentabilidad ambiental.
El neoliberalismo comprimió la sociedad para poder justificar su incapacidad de cohesionar al conjunto de la población. Por eso las fuerzas políticas de derecha que lo impulsan recurren al miedo, al odio y a la intolerancia, encontrando en las enfermedades sociales provocadas por sus guerras localizadas y sus políticas antipopulares el caldo de cultivo que les permite manipular política e ideológicamente a amplios sectores sociales que tienen miedo de perder lo que poseen.
Debemos apuntar a agrandar a la sociedad, a generar capacidad de inclusión, a promover la cohesión social. Para eso debemos pensar en modelos que estén ajustados a las condiciones de nuestro tiempo, con las posibilidades tecnológicas que hoy poseemos. Eso significa retomar la bandera de la reducción de la jornada de trabajo para que más personas accedan a los puestos laborales, que debemos garantizar un mínimo de derechos para todos – de ingresos familiares y de servicios públicos – para que las mismas fuerzas del mercado descarten los empleos basura, por ausencia de mano de obra dispuesta a emplearse en condiciones precarias y penosas.
Significa que debemos universalizar la seguridad social para que toda la población tenga condiciones de vida dignas. Eso solo se logrará con una nueva fiscalidad, que haga que quienes efectivamente tienen más recursos, paguen más, mucho más de lo que hoy pagan. Porque hoy día el 1% más rico evade los impuestos a través de los tugurios en que el capitalismo especulativo ha convertido a diversas plazas financieras donde el secreto y los bajos controles permiten todo tipo de ilícitos.
Esas guaridas fiscales alimentan el fenómeno insostenible que consiste en: de un lado una montaña de deuda que sigue creciendo. Del otro, una montaña de dinero ocioso que también sigue creciendo. En el medio, millones de trabajadores y trabajadoras sin empleo o con trabajos precarios. Porque no hay inversión productiva para pagar la deuda ni para sacar a millones de personas de la pobreza.
Asimismo, el futuro del trabajo empieza ahora. Por ejemplo, si en América Latina miramos solamente los puestos de trabajo que se perderán o se modificarán en el futuro, estaremos errando el rumbo. Porque hoy mismo ya hay millones de desempleados, con trabajos precarios o en el sector informal. En los países en desarrollo debemos adoptar políticas de industrialización que permitan la creación de cientos de miles de puestos de trabajo, que sean financiadas con bancas de desarrollo potentes que permitan sacar a nuestras naciones de la costumbre de basar sus economías solamente en la exportación de commodities.
En definitiva, hoy hay más soluciones que problemas. Pero hay al mismo tiempo menos voluntad política que cuando había menos medios de resolverlos. Desde el sindicalismo llamamos a retomar la ofensiva, a salir de la defensiva en que nos han colocado los intentos de los años 1990 de parchar el neoliberalismo. Hay que superar la desmoralización que grandes segmentos de la población sienten hacia el progresismo por haber abandonado la idea de que podemos construir una Gran Sociedad.
Por Víctor Báez Mosqueira Víctor Báez Mosqueira es Secretario General de la Confederación Sindical de Trabajadores de las Américas (CSA).
Yautepec 55, col. Condesa C. P. 06140, Ciudad de México
+52 (55) 55535302+ 52 (55) 52541554e-mail
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