14.05.2020

Extractivismo ante el Covid-19, ¿el fin del camino?

El amanecer de esta nueva década será recordado como un periodo de desafío e incertidumbre en temas de crisis de salud, ecológicos y humanitarios, lo que probablemente pudimos prevenir, pero que nos hemos negado a hacerlo.

Por Aleida Azamar Alonso

La lógica que sostiene el pensamiento de la extracción y explotación de los recursos naturales se fundamenta en la derrama económica, a cambio de ocasionar daños sociales y ambientales. Un ejemplo son las grandes empresas agroindustriales que han optado por modificar los ciclos naturales de producción animal y vegetal, seleccionando solamente a las especies más aptas para el consumo, desechando y condenando al resto a una marginación que inevitablemente las termina por desplazar del ecosistema, lo que ha provocado una disminución en la variedad genética de muchas otras especies que consumimos volviéndolas un campo muy fértil para la gestación y mutación de ciertos virus que amenazan nuestra existencia, tales como la diversa familia de Coronavirus.<s></s>

Asimismo, el SARS-CoV-2, como se le conoce oficialmente a la nueva cepa del Coronavirus, es una variación cuyo origen aún permanece incierto, pero que, de acuerdo con investigadores (Andersen, et al., 2020) que han analizado la secuencia genética del virus han determinado que es producto de una evolución natural en la que un huésped animal la pudo haber transmitido hacia el ser humano.

Este escenario, el de la propagación de un virus de origen animal solamente pudo ser provocado por la destrucción entre las fronteras naturales animales, vegetales y humanas. La implementación de procesos extractivos cada vez más demandantes e intensivos degradan la vida ecosistémica, modificando y acelerando los procesos evolutivos de ciertos patógenos altamente tóxicos que se encontraban confinados en huéspedes animales, pero que, debido al contacto, consumo e invasión de espacios naturales para aumentar las capacidades productivas han generado las condiciones para el contagio hacia los seres humanos, como el COVID-19 (Wallace, 2020).

Lo más complejo de esta situación es que las grandes empresas agroindustriales y extractivas que compiten ferozmente en los mercados internacionales por obtener los mayores beneficios económicos transgreden todas las barreras éticas posibles, al modificar ecosistemas para facilitar sus negocios. Por lo que se potencian o destruyen especies acabando con el equilibrio local, esto ha disminuido la variedad genética animal y ha incremento los riesgos de que algunos virus o enfermedades prosperen, muten y después se trasladen hacia los seres humanos.

Las empresas responsables de esta situación están totalmente conscientes de este tema, pero compiten en un mercado cooptado por oligopolios. Para los actores que participan en la producción agrícola del mundo es más barato ignorar que sus prácticas productivas pueden darle lugar al desarrollo de un virus mortal de enormes proporciones que transitar hacia procesos productivos menos destructivos. Pero ¿por qué no se preocupan? Porque los costos se externalizan, todos en el mundo asumimos la responsabilidad como si fuera algo compartido, cuando las empresas que provocaron el problema y los gobiernos que facilitaron las condiciones para ello, ni siquiera son señalados y mucho menos tratan de resarcir el daño, algo que se observa con esta nueva pandemia.

La contagiosa enfermedad COVID-19, provocada por el SARS-CoV-2, ha tenido una evolución y alcance vertiginoso. De acuerdo con información oficial de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 31 de diciembre de 2019 la Comisión Municipal de Salud en Wuhan, China notificó la existencia de varios casos de neumonía cuya causa era desconocida. Para finales del mes de enero de este año se declaró una Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional con casi 8 mil casos dentro y fuera de China. Por lo que los demás países del mundo pudieron tomar por lo menos algunas precauciones a partir de aquí, sino es que desde mucho antes.

Por otro lado, la actual crisis económica internacional se debe a la falta de preparación y posterior contención de la situación actual, especialmente en las naciones más desarrolladas del mundo donde se situó el epicentro de la pandemia a comienzos de marzo impactando a la actividad industrial y al consumo local. La historia restante es ampliamente conocida y para principios de mayo de este mismo año se han reportado en 190 países cerca de cuatro millones de casos de personas infectadas y más de 270 mil personas muertas, lo que ha provocado la implementación de varios controles de seguridad para evitar un mayor número de contagios.

Esta situación sin precedentes en la historia del mundo ha disminuido en el consumo de todo tipo de bienes por parte de empresas e individuos, por lo que también las grandes empresas han reducido el uso y consumo de recursos naturales para sus cadenas productivas internacionales, afectando a las naciones que dependen del comercio de estos bienes, en particular a los países de América Latina que ya se encontraban atravesando una de sus peores crisis económicas desde hace más de 50 años de acuerdo con información de laComisión Económica para América Latina y el Caribe debido al modelo productivo extractivista (CEPAL, 2020) que se ha aplicado en la región. Vale la pena recordar que dicho modelo ha originado múltiples manifestaciones colectivas de rechazo hacia el proyecto político y la degradación en las condiciones de vida sobre todo en países que son de gran importancia productiva en cuestión minera y petrolera.

Por otro lado, el problema es que nuestra región se enfrenta a varias crisis al mismo tiempo: sanitaria, social, económica, institucional, productiva y de consumo, en un entorno que se está volviendo cada vez más hostil para la cooperación debido a las diferencias ideológicas o por los intereses geopolíticos que están en juego. La paralización en el consumo de materias primas a nivel internacional va a ralentizar la capacidad productiva de la región latinoamericana, degradando el proceso de recuperación global dada la alta dependencia que aún se tiene sobre este tipo de recursos.

Y es que, si bien es cierto que después de la crisis de 2007 fue China quien reactivó y ayudó a recuperar a la economía internacional, esto solamente se logró gracias a los titánicos esfuerzos de las regiones en el Sur del planeta para proveer de bienes primarios al Norte, que en ese momento se requería para mantener el flujo de reproducción del capital; por otro lado, el flujo comercial y el déficit de éste, entre el país asiático y América Latina se intensificó notablemente.

La naturaleza del intercambio se debe, en parte a que, Centroamérica y Sudamérica proveen entre el 10 y el 30% de algunos de los más importantes recursos minerales, energéticos y comestibles que se emplean en el mundo. México es quien mayor nivel de tecnología importa, especialmente de China, pero aún así este país carece de la capacidad para transitar masivamente hacia la transformación de materias primas con alto valor agregado.

La inequidad en las relaciones latinas con el resto del mundo es algo que está comenzando a pasarle factura a los sectores extractivos, especialmente a los mineros y de hidrocarburos, pues con los precios pre-crisis de estos recursos el déficit comercial era superior a los 5 mil millones de dólares únicamente en el canal de China-Latinoamérica. Dado que los precios del petróleo para las mezclas locales se podrían estabilizar en los 20 dólares (muy por debajo de los 50 dólares previstos por la mayoría de los países para este año). Además de que el precio de venta es menor al de la mayoría de los costos de producción de las grandes petroleras regionales, por lo que esto podría implicar que en menos de una década algunas de estas puedan desaparecer.

En cuanto a los minerales, esta región provee entre el 10 y el 30% de algunos de los más importantes bienes industriales: tántalo, estaño, cobre, oro, plata, níquel, entre otros, que tienen un valor acumulado de más de 100 mil millones de dólares (NRCAN, 2018). En la actualidad esta producción es indispensable para el desarrollo de las nuevas industrias de transporte y de baterías, pilares del consumo de electrónicos futuros tanto para los hogares como para las empresas. Sin embargo, la falta de diversificación productiva y de industrias para crear manufacturas tecnológicas han provocado que la acelerada caída en los precios de estos importantes recursos haya impactado en las economías locales que en casos puntuales dependen del comercio de estos.

El sector agrícola también se ha visto afectado; el precio de la soja, por ejemplo, ha disminuido gravemente, lo que se refleja en el costo de alimentos, afectando no solamente a los grandes productores, también a las familias y sobre todo a quienes tienen un menor nivel de ingresos (Bloomberg, 2020).

Por otro lado, la falta de liderazgo internacional y los conflictos electorales en Estados Unidos, así como la competencia de este último con China van a impactar profundamente en los apoyos que pueda recibir América Latina para poder transitar hacia una pronta recuperación. La aceleración del modelo de acumulación capitalista basado en la intensiva explotación extractiva de los países del sur está topándose con una clara contradicción en la cada vez menor demanda efectiva por el empobrecimiento masivo de la población.

Desde mi perspectiva, esta crisis está impulsando un recrudecimiento negativo del abandono de la esfera productiva, por lo que la mayor parte de las inversiones no están dirigidas a fortalecer los sectores productivos más afectados, sino a la especulación, generando un mayor nivel de capital ficticio que financia deudas que terminan por asfixiar a quienes las solicitan y como casi siempre pasa en las crisis del sistema capitalista, los pobres terminarán más pobres y los ricos serán más ricos.

La política neoliberal que ha dominado el mundo desde hace casi medio siglo ha fortalecido y alentado estas conductas, no es casualidad que la mencionada enfermedad de Covid-19 haya expuesto las carencias de los sistemas de salud en todo el mundo, esto en realidad es una cuestión sistémica. Las tan cacareadas diferencias de protección social que se establecían como etiquetas para diferenciar a los países en desarrollo se pulverizaron cuando empezaron a liderear todas las estadísticas sobre contagios y decesos.

Lo más triste de esta situación es que este mortal impacto para varios millones de personas es lo que incrementa las ganancias de sectores como las grandes farmacéuticas que se apoyan de forma notable en los sectores extractivos para obtener recursos básicos de producción, pero que no fomentan planes de prevención para la contención de este tipo de enfermedades. Mientras mayor sea el impacto en cantidad y número de muertes es más fácil que los gobiernos inviertan miles de millones de dólares para la creación de vacunas y curas.

Es como si estos oligopolios hubieran nacido con el único motivo de obtener beneficios económicos por los graves problemas de salud provocados por los sectores extractivos y las grandes granjas agroindustriales. Es el mito de la serpiente que se come su cola de forma infinita, un proceso degenerativo que se aprovecha de las crisis de demanda del capital para generar ingresos incluso en esta situación.

Ya no se trata, como lo mencioné antes, de una serie de crisis, sino de un problema sistémico multidimensional que atraviesa la forma de vida de las poblaciones en el mundo ya que en su accionar se impulsan severas formas de competencia que ponen en perspectiva la pérdida de vidas en contraste con la posible capacidad de generar algún tipo de ingreso.

Ahora bien, aunque el sistema económico mundial depende de la cooperación, es paradójico que la mayoría de los gobiernos en el mundo actúen tratando de provocar daños o de limitar las capacidades empresariales de otros actores, subestimando a su vez los efectos sobre las cadenas de producción internacionales. Esto es precisamente lo que sucedió al principio de la pandemia, pues los efectos negativos sobre China fueron recibidos con cierta frialdad por parte de la mayor parte de los gobiernos en el mundo, incluso en Estados Unidos varios actores políticos celebraron esta crisis pensando que se trataría de un evento aislado como ha sucedido con otras enfermedades originadas en Asia.

El confinamiento de Wuhan en cuestión de días no provocó una alarma generalizada en el mundo, más bien otras naciones asiáticas comenzaron una fuerte competencia por atraer a los inversores que salieron de China en los primeros momentos. Los primeros dos meses de esta pandemia no se trataron de los preparativos para enfrentar al Covid-19, sino de acelerar la relocalización de las plantas productivas que dejaron de ser operativas en China, de evitar la destrucción de los canales de reproducción del capital y de intentar tranquilizar a los mercados que comenzaban a afectar los precios de las materias primas.

Este actuar parece indicar que los grupos corporativistas en todo el mundo tuvieron mayor peso en las decisiones de los gobiernos que los asesores científicos y que incluso las recomendaciones de la OMS. En parte se puede considerar que esto deriva de las nuevas debilidades sistémicas creadas a partir de la crisis económica de 2007, en la que los ciclos de consumo e inversión se aceleraron en proyectos productivos de desecho casi inmediato, uno de los ejemplos más conocidos es el fenómeno de fast fashion que enriqueció en menos de una década a Amancio Ortega convirtiéndolo momentáneamente en el hombre más acaudalado del mundo, dueño de Inditex, su proyecto se basa en la transformación de materias primas de baja calidad en prendas de ropa desechables con un ciclo de vida no mayor a un año.

Es precisamente este tipo de empresas y los sectores extractivos que las alimentan, los que más se resistieron al cierre preventivo de sus tiendas, arriesgando la vida de sus trabajadores y afectando los esfuerzos de los gobiernos por contener el virus, alegando que este tipo de medidas de paralización provocaban mayores efectos negativos que beneficios debido al supuesto empobrecimiento de sus trabajadores si se detenían sus operaciones (ya que estas empresas simplemente los despedirían para evitar pérdidas).

Aunque aún no se tienen medidas exactas de los impactos, se sabe que en todo el mundo el número de desempleados solamente en los meses de marzo y abril de este año podría alcanzar los cincuenta millones de personas en esta situación, de las cuales al menos 30% podrían estar ubicadas en sectores extractivos y de retailers. Si resulta que las medidas de prevención que los gobiernos están imponiendo son ineficaces y se dispara nuevamente el número de contagios y muertes es probable que la tendencia de desempleo por lo menos se duplique, afectando de forma desconocida al mundo debido a que no existe situación similar que haya sucedido en otro momento.

América Latina debe de aprovechar este momento de agotamiento en su modelo productivo extractivo para transitar hacia una intensificación en la tecnificación regional, me refiero a que puede enfocarse el uso de los centros maquiladores con mínimo aporte de valor agregado y alto nivel de explotación laboral para transformarlos en espacios dedicados a la creación de soluciones tecnológicas de alto nivel, apoyar el desarrollo de esquemas de trabajo que no requieren grandes centros de transformación y más bien centrarse en fortalecer nuevos clúster que se integren a las tendencias modernas (Levy, 2020).

Por otro lado, buena parte de la dependencia fiscal en las materias primas se debe a la falta de capacidad para una mayor eficiencia de recaudación fiscal, debido principalmente a los grandes evasores fiscales que se aprovechan de las debilidades institucionales regionales para limitar su aportación tributaria a los Estados; por lo que es fundamental fortalecer las normas de regulación fiscal para los actores formales en las economías regionales. Además, también se debería integrar a los sectores informales hacia los proyectos de nación mediante esquemas que potencien la seguridad financiera y social de las poblaciones, lo que generaría un empuje mayúsculo en la nueva estrategia que debe adoptar nuestra región frente a los retos que va a imponer el mundo post pandemia.

 

Finalmente, hay que reconocer que imponer las demandas empresariales frente al bienestar común es el mayor fracaso del sistema neoliberal. La debilidad de los sectores de salud públicos ha resultado en la irremediable pérdida de miles de vidas humanas, y probablemente de millones para fines de este año debido a la crisis de hambruna que se está gestando tanto en África como en América Latina, por lo que es fundamental centrarse en la reconstrucción y fortalecimiento del sector salud para poder enfrentar adecuadamente futuras pandemias, porque, es evidente que si seguimos con este modelo económico esta no es la última ni la más mortífera que se va a presentar.

 

Sobre la autora...

Aleida Azamar Alonso es Profesora Investigadora del Departamento de Producción Económica, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco y presidenta de la Sociedad Mesoamericana y del Caribe de Economía Ecológica.

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