Vivimos en una época en la que las crisis que se cruzan se están elevando a una escala global, con niveles invisibles de desigualdad, degradación ambiental y desestabilización climática, así como nuevas oleadas de populismo, conflicto, incertidumbre económica y crecientes amenazas a la salud pública
Por Antonina Ivanova
Todas son crisis que están cambiando lentamente el equilibrio, cuestionan nuestro modelo económico de desarrollo de las últimas décadas y nos obligan a repensar nuestros próximos pasos.
Después de que, el 18 de junio de 2019, la Secretaria Ejecutiva de la ONU sobre Cambio Climático, Patricia Espinosa, describiera la situación actual como una «emergencia climática» e hiciera un llamamiento a todos para que participen en la «batalla de nuestras vidas». Claramente, la percepción del riesgo es diferente. Mientras el ‘Covid-19’ avanza con rapidez, ayudado por las condiciones climáticas y el estilo de vida que las genera, el cambio climático es percibido como de reacción lenta y de largo plazo; incluso no se le relaciona con la pandemia, con la cual está íntimamente asociada. Sin embargo, existen conexiones indiscutibles entre ambos fenómenos.
La aparición de enfermedades vectoriales (virus que se transmiten de animales a humanos) no es una novedad de este tiempo, aunque sí parece estar en aumento. Investigaciones sugieren que estas se han cuadruplicado en los últimos 50 años. Y una mirada a este joven siglo XXI parece evidencia suficiente, dado que ya han ocurrido cuatro: el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), la gripe aviar (H5N1), la porcina (H1N1) y el actual COVID-19. En el siglo pasado, la combinación entre el crecimiento de la población, elevación de la temperatura, y la reducción de los ecosistemas y la biodiversidad derivó en oportunidades sin precedentes que facilitaron la transferencia de los patógenos de animales a personas. Al cambiar los patrones climáticos y los eventos extremos, la crisis climática tendrá un impacto en las enfermedades vectoriales, alterando la población, el alcance y la supervivencia de los animales que las portan. En todos los casos, se trata de virus exclusivos de poblaciones animales que mutaron, invadieron un organismo humano y luego se propagaron como patógenos nuevos entre la población mundial.
Por otro lado, la contaminación del aire, contribuye a los problemas respiratorios y hace más vulnerables al COVID-19 a las personas que viven en ambientes contaminados con dióxido de carbono (CO2) o con micropartículas como PM 2,.5.
Al adoptar el Acuerdo de París en 2015, casi 200 países se comprometieron a evitar que la temperatura media global ascienda por encima de 2°C respecto de los niveles preindustriales hacia fin de siglo y hacer todo lo posible para limitar ese calentamiento a 1,5°C. Para ello, las emisiones de gases con efecto invernadero (GEI) originadas en la actividad humana, deberían reducirse 45% de lo que eran en 2010 antes de 2030. Hoy, no estamos en vías de alcanzar esta meta, pero hay todavía una ventana de tiempo (cada vez más corta) para hacerlo.
En la actualidad, mitigar y adaptarse a la emergencia climática es más imperioso que nunca; no solo por los riesgos de futuras pandemias que podría traer consigo un mayor calentamiento global, sino también porque las medidas para prevenirlo también contribuyen a evitar nuevas crisis sanitarias. La reducción de la contaminación atmosférica mediante el recorte de los combustibles fósiles es una herramienta para mejorar la salud pública. La eliminación gradual de los combustibles fósiles podría evitar 3,6 millones de muertes prematuras cada año sólo por la contaminación del aire exterior y 5,6 millones si se incluye la contaminación procedente de la agricultura y los hogares.
Los efectos del COVID-19 se sienten más allá de nuestra salud y economía. En los últimos meses, con el freno de la actividad sin precedentes que las medidas de distanciamiento social trajeron como consecuencia, hemos sido testigos (virtuales o presenciales) de aires y aguas más limpios, cielos más celestes y retorno de especies, entre otros. La naturaleza, maravillosamente resiliente, nos demuestra que no es mucho lo que necesitamos hacer (o no hacer) para que florezca nuevamente. No obstante, cuando la crisis ceda, el imperativo será la recuperación económica. La pregunta es cómo será, en dónde pondrán el foco los gobiernos e industrias y si aprenderemos algo de esta pandemia y nos abocaremos a la construcción de un mundo más sano y equitativo para todos. Porque si queremos evitar futuros coronavirus, debemos cambiar radicalmente nuestros patrones de producción y consumo para reducir nuestra interferencia del mundo natural, proteger el ambiente y afrontar al cambio climático y sus impactos.
En este contexto, es oportuno recordar la carta publicada en noviembre de 2019 por más de 11.000 científicos de 153 países, en la que advirtieron de que la crisis climática se está acelerando más rápido que lo que preveía la gran mayoría de los científicos y que deben introducirse cambios dramáticos en la sociedad para evitar un sufrimiento incalculable.
En la medida que consideramos las eventuales transformaciones sociales y económicos que pueden emerger de esta pandemia, debemos reconocer que esta enorme fuerza disruptiva fundamentalmente está operando en el ámbito de los sistemas sociales y económicos. La crisis climática opera en mayores escalas de impacto: involucra también los sistemas biofísicos planetarios como la biósfera y la atmósfera. La alteración de esos sistemas puede desencadenar consecuencias mucho más devastadoras sobre la sociedad humana de las que estamos siendo testigos en este momento, al mermar los numerosos beneficios de los sistemas naturales de los que depende nuestra sociedad.
Tras la crisis financiera mundial de 2008, las emisiones globales de dióxido de carbono (CO2) provenientes de la combustión de combustibles fósiles y de la producción de cemento se redujeron inicialmente en un 1,4 %, para luego aumentar un 5,9 % en 2010. Según un análisis realizado para Carbon Brief, el bloqueo y la reducción de la actividad económica en China condujeron a una reducción estimada del 25% en las emisiones de CO2 durante cuatro semanas, misma la que igual como en el período de la crisis anterior se espera sea rebasada una vez comience la recuperación. Sin embargo, esta vez la crisis podría tener un mayor impacto a largo plazo sobre el medioambiente —con un costo mucho mayor para la salud humana, la seguridad y la vida— si logra descarrilar las iniciativas globales para abordar el cambio climático.
Este debía ser un “año decisivo” para las iniciativas contra el cambio climático, tal como lo señaló el secretario general de la ONU Antonio Guterres en una reciente comparecencia relativa a la cumbre anual sobre la acción climática de la ONU, que iba a tener lugar en Glasgow en el mes de noviembre. De cara a la cumbre, se esperaba que 196 países presentaran nuevos, y más ambiciosos, planes para cumplir con las metas de reducción de emisiones establecidas conforme al Acuerdo de París de 2015. No obstante, el 1 de abril, frente al avance de la pandemia del coronavirus, la ONU anunció que postergaría la cumbre hasta el año próximo. Esto, junto con las obligaciones de los países a invertir en sus economías afectadas por el COVID-19, puede resultar en un impacto negativo sobre los compromisos nacionalmente determinados (NDC) de reducir las emisiones de los gases con efecto invernadero (GEI).
Así que entre las víctimas del COVID-19, también podrían contarse las iniciativas globales contra el cambio climático. Otras reuniones internacionales vinculadas con el clima —sobre la biodiversidad y los océanos— también se han visto alteradas. Aunque la necesidad de movilizar a los gobiernos para que adopten medidas para mitigar el calentamiento global nunca ha sido más urgente, en esta coyuntura se agrega la dificultad de no poder reunir a los líderes mundiales para abordar la cuestión.
El objetivo de recuperación económica y social después del COVID-19 debe de ser conservar, proteger y mejorar los recursos naturales en las comunidades, así como resguardar la salud y el bienestar de sus habitantes de los riesgos e impactos ambientales, y climáticos, todo ello con un espíritu justo e inclusivo.
Algunas de las acciones clave para una recuperación positiva para la salud, clima y sustentabilidad serías las siguientes:
1. Generar nuevos empleos y negocios a través de una transición verde y justa mientras se acelera la decarbonización de todos los aspectos de la economía.
2. Crear planes de desarrollo sustentable a mediano y largo plazo con la participación de las comunidades involucradas como agentes activos en las etapas de planeación, implementación y monitoreo de los resultados.
3. Cambiar las economías de gris a verde, con el uso de financiamiento público para hacer a las sociedades más resistentes.
4. Invertir fondos públicos en proyectos que ayuden al medio ambiente y al clima, favoreciendo la energía renovable, el transporte público, los edificios inteligentes, entre otros.
5. Considerar los riesgos y las oportunidades para cada economía en particular, aprovechando el financiamiento, la transferencia de tecnología y la cooperación para el desarrollo.
6. Trabajar juntos como comunidad internacional para combatir COVID-19 y el cambio climático.
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