América Latina precisa realizar avances para desarrollar una transformación social-ecológica en beneficio de las grandes mayorías. Una entrevista con el experto Álvaro Cálix. América Latina parece atrapada entre los discursos desarrollistas del pasado, la salida neoliberal, y un pragmático pero contraproducente neodesarrollismo basado en el extractivismo. ¿Es posible pensar y articular otras propuestas?
Con distintos grados de intensidad y relativas diferencias de periodización histórica, los países de la región optaron por diferentes enfoques para orientar las políticas de crecimiento económico y de desarrollo en general. Destaca primero el modelo primario exportador, que tuvo su auge entre 1870 y 1920 aproximadamente, luego el modelo de industrialización mediante la sustitución de importaciones –con mayor fuerza entre 1950 y 1970- hasta el modelo neoliberal que dominó sobre todo en la década de los noventa del siglo pasado y primer lustro de este siglo, hasta el llamado momento post-neoliberal que caracteriza a la oleada de gobiernos progresistas que fueron mayoría sobre todo en Sudamérica entre 2005 y 2014. Existen rupturas pero también importantes continuidades entre cada uno de estos cuatro enfoques. En mayor o menor medida, subyace en cada uno de ellos tres elementos comunes: a) conciben la modernización como un proceso evolutivo y lineal basado en el crecimiento de la economía, b) subordinan y niegan el valor intrínseco de la naturaleza en las relaciones entre el ser humano y el ambiente y, c) excluyen saberes que se apartan de la racionalidad occidental hegemónica.
Más allá de las diferencias entre países y subregiones, puede afirmarse que América Latina sigue sin modificar a fondo su papel en la división internacional del trabajo. No se ha logrado en forma sostenida superar la restricción externa de formación endógena de capital y de plataformas tecnológicas que, entre otros propósitos, faciliten la agregación de valor y el encadenamiento de sus sectores productivos. Incluso los países con mayor población y tamaño de las economías -Brasil, México, Argentina y Colombia- han visto truncadas las opciones de fortalecer mercados internos más propicios para la integración productiva, menos dependiente de la importación de insumos y bienes de capital. En tanto que la integración subregional no ha logrado fortalecer estrategias que, entre otros beneficios, optimicen los mercados internos ampliados.
En el actual momento postneoliberal o neodesarrollista, se reconocen avances sociales importantes, debido a una mayor voluntad y capacidad de varios gobiernos para captar una mayor porción de las rentas de los commodities. Hay que proteger esos avances a toda costa. Empero, las condicionalidades y estructura de oportunidades más bien han resultado en una reprimarización de las economías, sobre todo en Sudamérica, o en la apelación a inversiones que son atraídas por la fuerza de trabajo barata (sobre todo en México, América Central y República Dominicana). La participación de América Latina en las cadenas de valor global se concentra en eslabones de baja complejidad, con escasos encadenamientos productivos, fiscales y laborales.
La evidencia histórica muestra con nitidez las limitaciones de las apuestas anteriores, estamos además en un período en el que no se avizora un repunte destacado de los precios de las materias primas. Por eso se dice que existen condiciones objetivas para repensar el rumbo de la economía y las vías para logar mayor justicia social. Por otra parte, la ampliación de las fronteras extractivistas en casi todos los países de la región exacerba la conflictividad social y los impactos sobre la biodiversidad, poniendo en riesgo los medios de vida de comunidades rurales, sobre todo indígenas, que no cuentan con los recursos de poder para contrarrestar la ofensiva de megaproyectos, por lo general, a cuenta de capitales transnacionales. Si esto fuera poco, los efectos intensos del cambio climático exhiben en América Latina impactos cuya mitigación y adaptación solo podría ser sustentable si me modifican los patrones de ocupación del territorio.
Las salidas del laberinto no son fáciles, tampoco son imposibles. Por supuesto, siguen faltando bases acumulativas de capital endógeno al servicio de la economía real, sistemas tecnológicos pertinentes y una fuerza de trabajo con mejor calificación y protección laboral pero, sin duda, el detonante de otras alternativas es la articulación de alianzas políticas que impulsen y legitimen nuevas trayectorias. A veces nos olvidamos de este requisito. Cada uno de los cuatro enfoques antes mencionados tuvo tanto condiciones objetivas como subjetivas antes de su entrada en escena y, sobre esa base, se establecieron alianzas que posibilitaron arreglos institucionales para el nuevo enfoque. Aunque sigue siendo un desafío producir y articular conocimiento que oriente las transiciones posibles para la región y sus países, tan importante como eso es crear coaliciones de actores que asuman, promuevan y apliquen las nuevas propuestas. La construcción del bloque histórico tampoco debería remitirse apenas a un alcance nacional; por la composición de poderes globales, es condición sine qua non que estas coaliciones traspasen las fronteras y adquieran un corpus subregional y regional. Así, se podría ampliar la incidencia de América Latina en las arenas globales, al mismo tiempo que se viabilizan las transiciones a escala regional.
A partir de la evidencia incontestable de los límites sociales y ecológicos transgredidos, se vuelve necesario articular argumentos y orientaciones de política que tomen en cuenta las críticas y propuestas más lúcidas para escapar de la trampa de los mitos del crecimiento indefinido, la subordinación de la naturaleza a la economía y la aceptación de la desigualdad extrema. Ahora bien, la iniciativa haría mal en a tomar de aquí y allá propuestas de cambio, se requiere un esfuerzo integrador, holístico, que dé coherencia a las intervenciones que persiguen la transformación. No se trata de renegar del crecimiento; sin embargo, este debe ser ponderarlo, admitiendo incluso que ciertas áreas o actividades más bien deberían decrecer para reducir impactos sociales y ambientales y, así, permitir el florecimiento de otros sectores que equilibran mejor el metabolismo social y el biológico. Un ejemplo es el rubro de las energías fósiles que debería ser paulatinamente sustituido por sistemas energéticos social y ambientalmente sustentables. Lo mismo podría decirse de los monocultivos intensivos respecto a los cultivos que aseguran la soberanía y seguridad alimentaria de la población.
El posicionamiento político sobre la transformación asume que la economía debe analizarse y reorientarse tomando en cuenta las relaciones entre la matriz productiva, la distributiva y la de consumo. En esa dirección, el análisis de la matriz energética es fundamental, en tanto nervio de las tres dimensiones anteriores. Un análisis aislado de estos factores solo puede conducir a propuestas parciales, sin la fuerza necesaria para enfrentar una corriente económica que ha invertido los medios como fines. La acumulación de excedentes debería ser solo un medio para garantizar una mejor distribución de la riqueza. Tampoco la tecnología tendría que estar desacoplada de objetivos de interés general. Pensemos, por ejemplo, en cómo las políticas públicas deberían hacer converger las relaciones entre tecnología y creación de empleo digno, entre tecnología y cuidado del ambiente.
La transformación social-ecológica es un espacio de referencia para identificar las transiciones necesarias y posibles hacia equilibrios más adecuados entre la sociedad y los ecosistemas. Obliga a replantear conceptos que asumimos sin mayor crítica. Nos exige repensar las escalas de producción y de consumo: no siempre aumentar las escalas es más beneficioso para la sociedad, aparte de los impactos ambientales que suponen los crecientes flujos de transporte de mercancías, también hay que cautelar los agravios sociales sobre los medios de vida de los grupos y comunidades. El meollo del asunto es cómo darle viabilidad a una economía para la reproducción de la vida, en lugar de una centrada en la reproducción del capital.
Vale decir aquí que la antinomia Estado y mercado es insuficiente para redefinir los arreglos institucionales que amerita la transformación. Tanto el Estado como los mercados cumplen funciones importantes que deben ser potenciadas, pero ambos deben ser regulados y contenidos. Y claro, conviene tener presente que mercado no debe ser siempre equivalente a lucro. Necesitamos instrumentos societales que escapen de la pretensión de hegemonía que aquellas instituciones ejercen sobre cada interacción humana. De igual manera, la concepción de lo público y lo privado requiere ajustes hacia una mayor autonomía de los grupos sociales en la definición de sus trayectorias de vida, a la vez que se concretan límites en defensa de intereses generales que se ven contrapuestos por fines particulares. Y, finalmente, la transformación precisa de estructuras que puedan desempeñarse en un orden global, que como se sabe, funciona mediante relaciones muy asimétricas, en las que las corporaciones globales condicionan, sin transparencia, los ciclos económicos en cada región del planeta.
La región es heterogénea, tanto por tamaño territorial, poblacional y de la economía, como por la composición étnica, dotación de bienes naturales y grados de fortaleza institucional y democrática. Por lo tanto no hay soluciones que se puedan generalizar. Estos rasgos no obstan para decir que hay un espacio de oportunidad para alcanzar acuerdos que generen sinergias integradoras. La región se ve obligada a buscar, alternativas que ofrezcan respuestas creativas y viables a los desafíos que presenta este momento histórico. Lo que no puede pasar es que sigamos haciendo más de lo mismo, o improvisando y dando saltos al vacío. Los aproximadamente 630 millones de latinoamericanos merecen respuestas que tomen en cuenta la diversidad de cosmovisiones que confluyen en el continente. Hay desafíos ingentes en lo que respecta a la alimentación, movilidad, trabajo digno, vivienda, educación, salud, equidad de género y preservación de los ecosistemas, entre otros aspectos, que tendrían que ser abordados de forma integral. Cualquier decisión de política pública conlleva encrucijadas (trade offs) que deben ser abordados en su complejidad mediante narrativas comprensivas y sustentadas.
Requerimos interiorizar (y hacernos responsables) de las consecuencias de las decisiones públicas y privadas, para ello hay que reforzar la comprensión de los fenómenos y el empoderamiento de los diferentes grupos sociales en condiciones más simétricas. Este es el campo de la política. Una acción política que, debidamente apoyada en fundamentos epistemológicos y empíricos, sea capaz de construir puentes, acuerdos y procesos sociales de cambio. Para ello es imprescindible rescatar el sentido de la democracia, más allá de la posibilidad de elegir autoridades cada tanto, hay que recrear una institucionalidad para la inclusión, la protección de los derechos, la continuidad de las políticas de Estado, la transparencia y la rendición de cuentas y, en definitiva, una democracia que promueva la convivencia, eficaz a la hora de someter los intereses de grupos poderosos que quieren perpetuar el statu quo. Si bien la transformación se vincula a competencias de orden científico-técnico, es antes que nada una cuestión política.
Álvaro Cálix es escritor y analista político. Es doctor en Ciencias Sociales por el Posgrado Latinoamericano en Trabajo Social de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (PLATS-UNAH). Es miembro del Centro de Investigación y Promoción de los Derechos Humanos en Honduras (Ciprodeh).
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