Necesitamos un nuevo orden económico que sirva al bien común. Abogando por más democracia en la economía.
Por fin alguien se atreve a tocar al gran elefante económico en el espacio discursivo de la política: Kevin Kühnert, jefe de la organización juvenil del Partido Socialdemócrata de Alemania, quien formuló en una entrevista con el semanal Die Zeit algunas tesis sobre las empresas alemanas y el socialismo democrático. Las reacciones del mundo político, con pocas excepciones, carecen de una voluntad perceptible para abordar los conceptos: «¡Consumo de drogas!», «¡RDA!» o «#diesejungenleute» y «Este romanticismo social ya se les irá pasando». Ay, ¡por favor!
Quien se limita a calificar las reflexiones sobre un reordenamiento democrático de la economía como «Noticias de la antigüedad ideológica» (Alexander Kluge) y las ridiculiza sin llevar un debate serio, desaprovecha la oportunidad de debatir los grandes desafíos de nuestra época de manera abierta y, sí, también más realista. Porque viéndolo fríamente una parte del debate es preguntarse qué función tiene nuestra economía, para quién trabaja, cómo tiene que ser y quién en realidad tiene que decidir al respecto. El hecho de que llevemos décadas evitando abordar los principios de nuestro orden económico no significa que no sea necesario hacerlo. Todo lo contrario.
«De hecho, hoy se tiende a ver la economía como asunto privado en el cual el Estado tiene que interferir si acaso para solucionar algunas crisis. La economía se lleva a cabo dentro de la economía –lo cual tiene consecuencias para la sociedad–.»
En todo el país se ha debatido la transformación digital, misma que en las próximas décadas generará profundos cambios en nuestra forma de vivir, de trabajar y de participar en la política y en la sociedad. El significado político y social que tengan la interconexión digital, Smart Factories y Big Data depende del uso que se le dé a la tecnología: la tecnología puede agudizar las desigualdades sociales, cimentar el dominio y maximizar las ganancias, o bien facilitar a las personas el trabajo, la vida y la participación. Por lo mismo, la digitalización requiere de diseño político y de acuerdos sociales. Pero ¿cómo se pretende lograrlo si no se puede acceder democráticamente a aquellas empresas que durante años llevaron a cabo negociaciones secretas en la política comercial internacional para intentar «proteger» la agenda digital y la agenda de servicios de cualquier intervención estatal?
También todos aquellos que con justa razón abogan por la transformación ecológica en los tiempos venideros y que quieren llevarse a todos en este proyecto, tienen que permitir que se les cuestione sobre cómo la piensan implementar bajo las actuales relaciones de poder entre la economía, la política y la democracia –además con menores tasas de crecimiento y por lo tanto menores márgenes de maniobra en el reparto–. Quien afirma que un debate en torno a la democracia económica es una maniobra para distraer la atención de los desafíos del cambio climático y que es interesante en lo teórico, pero no en lo político, no está viendo que es justamente en la economía donde se tendrá que definir el rumbo para el futuro. Realmente queremos dejar en manos de los actores hegemónicos del mercado las preguntas decisivas: ¿a qué se le puede permitir seguir creciendo porque contribuye al bien común?, ¿qué tiene que decrecer porque es perjudicial para la ecología y para las sociedades?, ¿quién paga por la transformación?
Y finalmente, la tan mencionada crisis de la democracia invita por lo menos a repensar la economía. Es difícil negar que los centros de poder político y toma de decisiones se están desplazando hacia los poderosos actores económicos, las tareas políticas básicas de control se están dirigiendo hacia la economía y en general existe una amplia orientación hacia los intereses de «los mercados». Las características de este sistema son un amplio desacoplamiento de las necesidades sociales, una visión a corto plazo y una evaluación de las empresas orientada a ganancias rápidas con exageradas expectativas de rédito, que en los últimos años han generado desigualdad social casi obscena y una masiva concentración de riquezas. En la «democracia conforme al mercado» frecuentemente se deja de evaluar políticamente los resultados de procesos económicos controlados por el mercado y de corregirlos en caso necesario. En lugar de ello, se adapta el bien común a las necesidades de los mercados. Hace tiempo que los actores de los mercados financieros también influyen considerablemente en muchas decisiones privadas, como el tema de las viviendas o los fondos de pensiones. Dado que la acumulación de poder económico va de la mano con la influencia política, hoy las grandes empresas no solamente actúan económicamente, sino que también se presentan como instituciones políticas y sociales, por ejemplo, en las negociaciones sobre nuevos acuerdos comerciales, en procesos legislativos nacionales o en la política exterior.
«La reflexión sobre los planteamientos de democracia económica no es ni absurda ni es un retroceso a tiempos pasados. Es una contribución más que necesaria a la cuestión de cuál es la mejor manera de enfocar la justicia social y la transformación ecológica.»
Si tomamos en serio el eslogan de la «democratización de la democracia», es necesario plantearnos cómo se puede democratizar el poder de las empresas. Hay que hacerlo también porque una parte creciente de la población siente una fuerte pérdida de control y percibe como injusto que ya no se les esté tomando en cuenta con sus necesidades y su historia de vida. Este fenómeno no se puede atribuir en primer lugar al tema de la migración, sino a las promesas bloqueadas de un ascenso social. Después del derrumbe de Lehman Brothers y la consiguiente y necesaria salvación de los bancos, muchos de los que durante años se habían ajustado los cinturones para Alemania como emplazamiento económico se preguntaban más que nunca quién gobernaba para quién en realidad en este panorama.
Ante la crisis económica y financiera de 2008 que llevó a la economía global al abismo, después de los escándalos sobre manipulaciones de las tasas de interés, CumEx-Files, Panama-Papers y la evasión fiscal como modelo económico y los casos masivos de fraude en la industria automotriz cuesta trabajo tener confianza de por sí en los grandes empresarios, sus gerentes, sus principales accionistas y asociaciones centrales y confiar en que los desafíos del futuro están en buenas manos en la industria privada. Aquí necesitamos cambiar de mentalidad. Tan solo porque en los últimos años la actuación de una serie de empresas importantes de hecho se hizo a costas de la legitimación de instituciones políticas democráticas. Sí, es cierto que la economía estatista altamente centralizada ha fracasado, pero tampoco hay indicios de que la concentración privada de capital y poder económico en las manos de unos pocos, el valor para el accionista y las estrategias de privatización nos permitan enfrentar el futuro con éxito.
La buena noticia es que no únicamente existen estas dos opciones. Porque precisamente no se trata solamente de «cuyo nombre está a la vista», sino de quién determina y controla las metas y las reglas básicas de la economía. Por consiguiente, la reflexión sobre los planteamientos de democracia económica no es ni absurda ni es un retroceso a tiempos pasados. Es una contribución más que necesaria a la cuestión de cuál es la mejor manera de enfocar la justicia social, la transformación ecológica y la renovación democrática.
De hecho, hoy se tiende a ver la economía como asunto privado en el cual el Estado tiene que interferir si acaso para solucionar algunas crisis. La economía se lleva a cabo dentro de la economía –lo cual tiene consecuencias para la sociedad–. Si queremos frenar e invertir la cesión de poder político democrático a los actores económicos para que las metas sociales vuelvan a ser el marco para la actuación económica, tenemos que pensar cómo lo podemos hacer.
Ya existen indicios sobre componentes, estrategias y acuerdos sociales que habría que tomar en cuenta. En una democracia económica existe un mayor grado de intervención estatal en y control democrático sobre los procesos económicos. Seguramente es importante incrementar la democracia en los puestos de trabajo. Porque considerando las cuestiones básicas de política empresarial, hoy la democracia suele terminar en las puertas de las fábricas. Es cierto que existen derechos de participación de los trabajadores, pero en la cogestión empresarial manda la patronal, salvo en las grandes empresas de la industria minera y siderúrgica. En una democracia económica los consejos empresariales y de administración siempre tendrían que ser compuestos de manera paritaria por representantes de capital y trabajo, en su caso complementado por un tercer banco que represente, entre otras cosas, al Estado, la protección al consumidor y temas de ecología. Estos gremios también tendrían que decidir sobre las cuestiones empresariales centrales como financiamiento, inversiones, reparto de utilidades o deslocalizaciones.
«En los casos en que grandes empresas estructuran mercados enteros puede ser sensato convertir capital privado en propiedad comunitaria».
También hay que reforzar la reflexión sobre la promoción de cooperativas y empresas autogestionadas en manos de los trabajadores. Hasta ahora existen como nichos, sobre todo en el área de las pequeñas empresas. En muchos países nacieron por necesidad y tienen un papel importante en donde fracasan el mercado y el Estado. El Estado tiene que promoverlas y protegerlas de manera definida como elemento de una democracia económica, facilitar las «herramientas de explotación» para la contribución con cooperativas y los enfoques de bien común como la infraestructura, el capital, la tecnología y los conocimientos. Estos planteamientos a nivel empresarial no solamente pretenden sustituir estructuras autoritarias por procesos democráticos detrás de las puertas de la fábrica.
La democracia económica también significa permitir a las personas obtener logros en un área central de su vida con su pensamiento, su actuación y su intervención y de volver a apropiarse de su mundo en cooperación con otros. Numerosos ejemplos de empresas autogestionadas demuestran que esto no obstaculiza la eficiencia y la eficacia de la empresa.
Pero los planteamientos de democracia económica van más allá del ámbito empresarial. Por ejemplo, hay que acordar a nivel de la sociedad en qué áreas no se debe de tener ganancia, ya que proveen bienes básicos existenciales. Esto se puede aplicar primordialmente a la energía, el agua y el ámbito sanitario, la vivienda y el suministro de infraestructura digital y de tránsito. En otros sectores se tratará de recuperar una competencia basada en el rendimiento o de protegerla por una fuerte legislación antimonopolios para impedir la concentración de poder económico. Además, hace falta imponer reglas amplias y vinculantes sobre las empresas y la gestión.
Una pregunta difícil de contestar es hasta qué grado hay que planificar la economía nacional en una democracia económica y cómo esta planificación se puede organizar de manera democrática y eficiente. De entrada, para no caer en la caricaturización: no, no se trata de determinar socialmente cada detalle de la producción y del consumo. Se trata de influir en el principal instrumento de control de la economía que son las inversiones, ya que deciden en gran medida sobre qué, cómo y dónde se produce y cómo hay que usar la tecnología. A tal efecto, en primer lugar habrá que ampliar masivamente los instrumentos del control indirecto de inversiones, tales como impuestos, incentivos o la negación de prestaciones públicas. Para garantizar importantes atribuciones para el futuro, los impuestos empresariales pueden permitir ganar recursos de inversión de la sociedad, mismos que según las disposiciones de parlamentos y consejos de planeación regresan a las empresas. En los casos en que grandes empresas estructuran mercados enteros puede ser sensato convertir capital privado en propiedad comunitaria. El requisito de una economía democrática es reestructurar el sector financiero y bancario y estabilizarlo con un fuerte sector público.
Probablemente hoy no hay nadie que pueda afirmar tener un concepto definitivo de democracia económica. Finalmente la mejor vía hacia más democracia económica no va por un plan máster, sino por diferentes conceptos para diferentes cuestiones. Y seguramente también por una reflexión pública y un debate público. Porque muchos puntos difíciles están sin resolver, por ejemplo cuál es la relación entre los sectores públicos y privados, cómo se puede llegar a un equilibrio entre la autonomía empresarial y el control social y cómo se puede implementar la democracia económica bajo las condiciones de la economía global y formularla como proyecto europeo.
Sin embargo, no debemos relativizar nuestras pretensiones. La democracia como valor está fuertemente anclada en nuestra sociedad y globalmente se considera la norma de una buena convivencia porque en principio mantiene el poder disponible y lo reparte entre muchos, en lugar de cimentarlo y concentrarlo. Por ende, la práctica democrática debería de penetrar en todas las áreas de una sociedad. Hasta ahora no hay razón para pensar que la democracia no es también la guía para un buen orden económico.
Jochen Steinhilber dirige el Departamento de Política Global y Desarrollo de la Fundación Friedrich Ebert en Berlín y se encarga de asuntos de política internacional. Algunas de sus prioridades temáticas son la agenda internacional para el desarrollo, procesos de transformación social-ecológica y temas de economía global.
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