Emergencias que convergen en un sistema mundo que no da para más
Por Álvaro Cálix
Durante siglos varias generaciones temieron que su época coincidiese con la extinción del mundo. Los motivos que antes podrían haber generado un súbito exterminio de la vida, solo podrían devenir por factores ajenos a la humanidad. La imposibilidad no tiene nada que ver con el grado de ejemplaridad de la conducta de nuestros antepasados: simplemente no contaban con medios para darle un zarpazo definitivo a la vida. A mediados del siglo pasado, con la emergencia de las armas nucleares surge una conciencia del límite global por los riesgos de aniquilación que provocaría una conflagración de esa índole. Décadas más tarde, emergió lenta pero progresivamente la conciencia de los límites ambientales. La destrucción de los hábitats y la contaminación de la atmósfera nos vuelve capaces de erradicar las condiciones de reproducción de los ecosistemas en una proporción descomunal. El predominio de la población urbana, la globalización y sus incesantes avances en una mayor interconectividad entre personas y lugares plantean al final de las primeras dos décadas del siglo XXI nuevas variantes de la conciencia del límite, en este caso por la posibilidad de que un elemento patógeno sea capaz de impactar a todos los países, casi en tiempo real, y poner en jaque a los sistemas de salud y a la economía global.
Lamentablemente, el grado de autoconciencia respecto a nuestro poder de destrucción o de vulnerabilidad queda aún muy por debajo de los riesgos y amenazas que acechan. Ha servido para concretar convenios internacionales e instituciones que promueven el respeto a la vida, también ha dado paso a numerosos colectivos sociales que se movilizan en diferentes niveles para resistir a las amenazas y para promover nuevas trayectorias. Sin embargo, la inercia de la pretensión de acumulación ilimitada de riqueza en un planeta finito se ha impuesto a escala planetaria. Es un vector de destrucción sin precedentes que moldea el sistema mundo hegemónico. Ha conquistado las esferas políticas, jurídicas y económicas, y también ha conquistado las subjetividades, los imaginarios de una buena parte de la población. En tiempos de crisis multidimensional, como los que vivimos, hay que evitar que las sensibilidades y preocupaciones por el futuro sean absorbidas por el pánico, el corto plazo y la desesperanza, solo así podrían articularse y expandirse para empoderar visiones y prácticas alternativas. Uno de los principales desafíos pasa por superar la fragmentación de los esfuerzos de transformación social-ecológica.
La amenaza de turno, el agresivo COVID-19, con su notable tasa de morbilidad, ha sido un acelerador de tendencias que ya venían mostrándose con nitidez. La crisis económica en ciernes, anunciada ya como recesión global, no se explica por el virus. Este la detona pero no puede distraernos de los indicadores que mostraban que la burbuja de la deuda de las corporaciones y de los Estados alcanzaba cotas insostenibles. Con niveles altos de deuda los Estados, las empresas y las familias se ven imposibilitadas de tomar las mejores decisiones de ahorro, inversión y consumo. Se estima que a inicios del 2020 la deuda global ascendía a 3.2 veces el PIB mundial, un récord histórico. En la nueva coyuntura tenderá a crecer mucho más con los rescates urgentes que los principales bancos centrales del mundo harán para lanzar salvavidas a la economía de sus países.
La Gran Recesión que se desató en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers no fue atendida de raíz. Las elites globales prefirieron escabullirla, recurriendo paradójicamente a estimular los factores que la habían provocado: deuda y emisión de moneda sin respaldo. Flexibilización cuantitativa, es decir inyección de liquidez, que se privilegió en favor de los poderosos para reanimar la locomotora de una economía financiarizada. El acceso a crédito fácil y la incestuosa recompra de acciones de las grandes corporaciones son factores que mantienen a flote la economía ficticia, a expensas de lo que sucede en la real. Los objetivos de los planes de estímulo eran inconfundibles: recuperar los mercados bursátiles y facilitar la deuda para mantener la propensión al consumo. Después del susto, se siguió permitiendo el traslape peligroso de la banca comercial con la de inversión en activos de alto riesgo, mientras que el acaparamiento de tierras y los paraísos fiscales continúan siendo dos grandes destinos de los excedentes de la especulación. La concentración de la riqueza en el uno por ciento más rico no es fortuita ni se debe a un mayor esfuerzo emprendedor de esta minoría. Una buena parte de sus activos son improductivos para la economía real. Un nuevo diseño de la arquitectura económica global no fue considerado.
Por otra parte, la mercantilización de la vida ha llevado, con distintos grados de intensidad, a desguazar los sistemas públicos de salud en casi todo el mundo. Sin dejar de reconocer innegables avances en el aumento de la expectativa de vida, para la mayoría de habitantes del planeta la satisfacción del derecho a la salud es todavía una quimera. El COVID-19 ha desnudado el quiebre de los sistemas sanitarios en aquellos países que alguna vez contaron con sistemas más robustos; en otros casos, la mayoría, la atención eficiente de la salud sigue siendo un bien público escaso, sobre todo en el sur global, en el que millones de personas fallecen anualmente por afecciones prevenibles con una mejor nutrición y con una mayor inversión pública en salud.
En medio de la emergencia económica y la sanitaria se corre el riesgo de olvidar la emergencia ambientalque sacude al planeta. Aunque con menos resonancia mediática que el frenazo económico y la expansión exponencial de los contagios y decesos por el virus, no se debe pasar por alto la ocurrencia cada vez más frecuente de sequías, inundaciones, extinción de especies en fauna y flora, disminución de los glaciares y de la cobertura forestal, entre otros fenómenos. Durante estos meses, la reducción temporal de la contaminación atmosférica y otras instantáneas de alivio ambiental se dan por razones ajenas a la eficacia de las medidas que deberían adoptarse a partir, por ejemplo, del Acuerdo de Paris. Fue necesario un acontecimiento inusitado para apagar a la bestia económica del siglo XXI. A esto se le denomina cambio por catástrofe, que siempre tenderá a provocar consecuencias más dramáticas que un cambio por diseño. Una transición social y ambientalmente programada se aleja de las respuestas reactivas, busca anticiparse a los peores momentos y, desde luego, no apostaría por reducir la contaminación y la destrucción de la biosfera a costa de la muerte de miles y miles de personas contagiadas por un virus, ni lanzaría al desempleo ni a la pobreza a millones por un repentino freno de la actividad económica. En un cambio por diseño, hay dilemas y encrucijadas a considerar, qué duda cabe, pero se concibe con anticipación políticas para paliar los efectos más adversos y, lo crucial, se adoptan medidas para transitar hacia sistemas productivos que asuman la inclusión plural y la sostenibilidad.
La urgencia que arrastra la pandemia obliga a priorizar esfuerzos para minimizar sus peores efectos en términos de número de víctimas graves y destrucción de los medios de vida de millones de trabajadores. El COVID-19 es capaz de contagiar a cualquiera, aunque sus efectos distan de ser neutros. Además de la edad y el estado prevalente de salud, es evidente que el estrato social al que se pertenece y el país de residencia, son marcadores inmediatos de desigualdad que pesan al calcular las opciones de recibir una atención adecuada en los casos más severos. A pesar del torbellino de la urgencia, es válido desde la arena de las políticas públicas globales, regionales, nacionales y locales, pensar en el día después. Debemos evitar que el objetivo sea sortear la emergencia sanitaria para luego reincidir en una economía inviable. El virus contagia a la gente, la economía mundo ya estaba contaminada.
Los gobiernos están entre la espada y la pared. Por un lado las presiones de la economía global para un mega rescate –mucho mayor que el de la Gran Recesión- para salvar a las grandes corporaciones que se están viendo afectadas y, por el otro, las presiones sociales para atender las demandas de sobrevivencia de millones de personas que se han quedado sin ingresos básicos. ¿Quiénes y de qué manera estarán cargando con los costos del salvataje que se avecina para recuperar la actividad económica? ¿Quiénes serán los principales beneficiados por las medidas de auxilio? ¿Se revertirá la tendencia de la privatización y debilitamiento de los sistemas públicos de salud?
Salvar al capitalismo global financiarizado es una de las peores alternativas. Tristemente, por la prevalencia de sus intereses en las esferas de decisión política multinivel, de no emerger una movilización social amplia, las señales presagian que se seguirá salvando al statu quo promotor de burbujas. Lo cual nos pone en mayor riesgo frente al próximo evento acelerador de crisis que se cruce por la vereda.
El COVID-19 nos dio una abrupta bienvenida al siglo XXI. Sería ingenuo pensar que nada va a cambiar tras el paso de estas emergencias. La interconectividad global presenta innumerables oportunidades pero también conlleva riesgos a los cuales se les ha prestado poca atención. ¿Cómo y desde qué perspectiva se abordarán esos riesgos? El sistema mundo de cualquier forma tendrá que repensar a partir de hoy la configuración y localización de las cadenas de suministro y, además, acelerará tras el obligado experimento de aislamiento social, el protagonismo de la cuarta revolución industrial: la automatización y digitalización de relaciones de producción, compraventa, laborales, educativas, de salud y de entretenimiento. Si los cambios se hacen pensando exclusivamente en función de optimizar el lucro y el control de la población, es probable que el capitalismo global logre superar una crisis aunque sea a costa de seguir deteriorando la cohesión social y los ecosistemas. Es como si la locomotora sin frenos lograse sortear un obstáculo para seguir a toda marcha hacia el precipicio.
Está de moda la alusión a los cisnes negros, como fenómenos no advertidos que de pronto aparecen y causan un gran impacto. Quizás valga la pena desmitificar un poco este asunto. Muchos de estos eventos inesperados no son tales. Vemos en el horizonte un lago de cisnes grises creciendo y listos para salir al camino. Guerras comerciales de alto calado, defaults financieros por la explosión de las burbujas especulativas, conflictos armados y convulsiones sociales, catástrofes socio-ambientales, pandemias, oleadas migratorias y hasta posibles apagones de la red virtual son fenómenos plausibles de aparecer en cualquier momento. Lo que ignoramos es en qué orden aparecerán y en qué momento, sin dejar de mencionar que varios de estos eventos podrían coincidir en forma simultánea generando círculos viciosos que complican su remediación. Lo que realmente debería sorprendernos no es la probable aparición de estos fenómenos, sino la obcecación de los principales tomadores de decisiones del sistema mundo para no prestarles atención anticipada. El COVID-19 era ya una certeza, solo quedaba pendiente saber cuándo brotaría. Años antes, la propia Organización Mundial para la Salud (OMS) denominó el riesgo de un virus de esta índole como La enfermedad X. Y por supuesto, no tendría que ser el último patógeno que ponga en vilo a la humanidad.
Cada vez es más palpable que la forma de ocupación del territorio y la orientación económica productiva son contrarias a la sustentabilidad. A las empresas transnacionales les resultó muy conveniente la fragmentación del proceso productivo en la lógica de las cadenas de valor global, sin pensar un ápice en los efectos ambientales y la vulneración de los medios de vida de las personas, comunidades y países. La especulación financiera es el reverso de la moneda de la globalización económica. Ambos fenómenos distan de ser rasgos aislados, existe ciertamente una distorsión de la economía real por las ondulaciones del capital especulativo. Esto es lo que no para más en el actual sistema mundo y es prioridad una transformación estructural. Vale la pena reiterar que no debería ser la aparición de un virus lo que ocasione un abrupto cese de la actividad económica, sino un cambio por diseño que minimice los perjuicios y gestione las transiciones para hacer decrecer aquello que es nefasto para la vida y, a la vez, amplíe la esfera de reproducción de lo que sirve para generar relaciones, bienes y servicios que se sometan a procesos comprometidos con el bienestar sustentable e inclusivo.
La atención de las emergencias globales que convergen al final de la segunda década del siglo amerita un análisis y una gobernanza integral que supere la fragmentación del conocimiento y de la gestión de las políticas. La economía tendría que someterse a los límites sociales y ambientales y dejar de actuar como un sistema auto referido que subordina y atropella cuanto se le ponga por delante. La irrefrenable mercantilización de la vida y la promoción de un consumo insostenible están impactando en la salud humana y de todas las especies que habitan el orbe. Una crítica a este orden de cosas no supone necesariamente estar en contra de la globalización y el avance científico y tecnológico, implica en todo caso confrontar su racionalidad dominante.
Son innegables las ventajas de la innovación, la ampliación del comercio mundial y de la interconexión y cooperación entre los países; no obstante, debido al antidemocrático andamiaje político global, al final estarían aflorando más perjuicios que beneficios. La globalización sin frenos y contrapesos democráticos tiende a darle el poder a un puñado de empresas transnacionales y operadores financieros que cooptan los sistemas políticos para concentrar la riqueza, ensanchar la desigualdad y expoliar impunemente los recursos naturales. El afamado libre comercio exhibe un doble rasero: la letra pequeña a la que los países periféricos le prestan poca importancia. La construcción de abajo hacia arriba del orden global es un desafío de primera línea. Las comunidades, países y regiones deberían privilegiar una mayor densidad y autosuficiencia económica de la mano con Estados democráticos que cuenten con suficientes recursos y capacidades para proveer derechos sociales universales y hacer cumplir regulaciones de protección ambiental. Así, la interconexión global provocará menos riesgos de colapso para los países y grupos vulnerables, evitaría condenar a unos países a ser meros exportadores de materias primas o ensambladores en fábricas donde se irrespetan al máximo las condiciones del trabajo digno. Sería más bien un complemento para fortalecer el buen vivir plural e inclusivo, fortaleciendo y llenando el vacío ahí donde las capacidades de los países y regiones no basten.
Cualquiera que sea la causa que originó el COVID-19, es una consecuencia de la transgresión de los límites biofísicos. Seguramente, no será el último evento aciago capaz de detonar crisis inminentes que vienen gestándose en forma silenciosa. Sin embargo, sus rasgos inéditos en la historia humana deberían ser convertidos en una oportunidad, para que una vez pasadas las mayores urgencias, se dé una movilización social sin precedentes para exigir y proponer un cambio de las reglas de juego del tablero global. Por eso es vital que el miedo no nos gane la partida. De las decisiones que se tomen en la naciente década dependerá si el siglo XXI será una cascada continua de desastres y emergencias o un punto de inflexión para nuevas trayectorias de bienestar.
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