13.11.2018

Los servicios ambientales: una mirada crítica a la valorización de la naturaleza

Desde los años setenta las cuestiones ecológicas y discusiones sobre sostenibilidad adquirieron un auge notable en la agenda política. Fue una época en la cual el crecimiento de la producción industrial provocó en forma sistemática degradaciones ambientales inocultables, cuyos impactos en la sociedad y el ambiente fueron creciendo exponencialmente. El cambio climático, la contaminación atmosférica, la perdida de la biodiversidad, la extinción de las especies, y la contaminación de los océanos son algunas de sus principales aristas.

Dentro de las aproximaciones a una transformación socio-ambiental, surgieron nuevos conceptos como el de los servicios ambientales, con la intención de vincular el sistema ecológico con el económico (cf. Braat & de Groot 2012). Para entender el concepto de los servicios ambientales, es necesario diferenciar entre servicio y función de un ecosistema. Un ecosistema implícitamente cumple funciones como la polinización, conservación y filtración del agua, formación del suelo o mineralización, entre otros. Estas funciones son indispensables a su vez para la vida humana en el planeta. Es entonces, que desde una perspectiva antropocéntrica, tales funciones pasan a verse como servicios ambientales, servicios que la naturaleza genera para el bienestar humano. Se puede distinguir entre servicios de provisión (que serían todos los productos creados por los ecosistemas: alimentos, madera, agua etc.), servicios de regulación (regulación de agua, clima y gérmenes patógenos, prevención de desastres naturales, entre otros) o servicios culturales (como la belleza paisajística, provisión de espacios para expresiones religiosas) (cf. Nill 2011).

Así, estos aportes de la naturaleza comenzaron a verse valorados como servicios que beneficiaban en forma directa e indirecta a los seres humanos. Pero esta valoración nació con el sesgo de la racionalidad instrumental, con una lógica de costo-beneficio. Mientras se reconocía la importancia de las funciones ecosistémicas, al mismo tiempo se ha seguido en el camino de las degradaciones del medio ambiente. La consecuencia principal de esta contradicción es que el balance se ha decantado por un deterioro de la capacidad de los ecosistemas de regenerarse mediante sus propias funciones de regulación y adaptación. Queda en evidencia la incapacidad o la falta de voluntad de las políticas públicas para enfrentar adecuadamente estas contradicciones y tensiones.

Como paliativo cada vez hay mayor interés y presión por subordinar las funciones ambientales dentro de los mecanismos del mercado. Eso implica monetarizar la naturaleza y sus así llamados servicios. Desde esta perspectiva, la idea para proteger la naturaleza prescinde de otras formas de valor no económico (cf. Unmüßig 2014). El concepto fue reconocido internacionalmente por primera vez a inicios del siglo XX, con el programa de la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio. En 2007, ese programa fue sustituido por el proyecto Economía de los Ecosistemas y la Biodiversidad (TEEB, por sus siglas en inglés). El TEEB se basó en un estudio apoyado por el G8 y el Grupo de los 5 (Brasil, China, India, México, y Sudáfrica); entre otros aspectos subrayó la invisibilidad de los servicios ambientales en las decisiones políticas. Por esa razón, el estudio enfocó la valorización económica de los servicios ambientales con el objetivo de reconocer estos aportes e incluirles en la toma de decisiones.

Para ilustrar esta valorización se puede recurrir al ejemplo de la industria camaronera en el Ecuador, la que se promovió desde los años sesenta y con el tiempo se convirtió en un negocio muy rentable. Para construir piscinas de cultivo, las compañías empezaron a destruir los ecosistemas de manglares. Los manglares tienen una importancia ecológica multidimensional, por ejemplo, son hábitat de peces, producen oxígeno y son un atenuante contra posibles cambios climáticos (cf. Gette 2009). Además, tienen una función socio-cultural: el manglar es un territorio colectivo en el que las comunidades construyen interrelaciones sociales (cf. Zamora s.a.).

Aunque el Estado ecuatoriano aprobó en 1985 disposiciones legales para proteger los manglares, paradójicamente, en ese país fue el periodo 1985-2000 cuando tuvo lugar la mayor destrucción de este tipo de bioma, en correspondencia con el mayor crecimiento de la industria camaronera. El resultado fue la reducción de los reservorios de peces y, luego, como consecuencia, la migración forzada de familias anteriormente dependientes de la pesca artesanal. Para valorizar los servicios ambientales, se procedió a comparar la rentabilidad del negocio camaronero con los costos sociales y ambientales que resultan en perjuicio de las comunidades y de los hábitats en general. Se llegó a establecer en su momento que un empresario camaronero ganaba 1.200 USD por hectárea. Se estimó a su vez que con la pesca, la población puede generar un valor de 1.000 USD por hectárea. A simple vista, parece entonces más rentable, establecer un negocio camaronero, pero al tomar en cuenta los precios que oculta la racionalidad productivista: los manglares desempeñan una función tan importante para los ecosistemas que resulta necesario compensarla por medidas de protección costera, y se fijó un precio referencial –arbitrario por supuesto- de 11,000 USD por hectárea. Según este cálculo, por subvalorado que parezca, no se debería haber promovido el cultivo masivo de camarón en ese territorio. Aquí la valoración pudo haber sido una herramienta para detener o reformular el plan de producción. No obstante, la influencia de los grupos poderosos ligados a este negocio termino por cooptar a la administración local para que esta siguiese permitiendo la explotación camaronera. El resultado fue una dramática destrucción ambiental (cf. Kill 2015).

Retomando la iniciativa TEEB, con el objetivo de promover una forma de conservación ambiental, desde esta iniciativa se implementó el concepto de pago por servicios ambientales (PSA). La idea del PSA es que se pague a los propietarios, agricultores o comunidades por adoptar prácticas de conservación de los ecosistemas que pueden ser reconocidas como servicios ambientales (cf. Wunder 2006). Por ejemplo, cuando un suelo agotado por el sobreuso ya no puede cumplir sus funciones ambientales (p. e. retención del agua), resulta necesario de restablecerlas o reemplazarlas por construcciones infraestructurales que implican costos adicionales (p. e. la construcción de muros de contención ante inundaciones) (cf. Nill 2011). En este caso, el sistema PSA posibilitaría recompensar a aquellos que se comprometen al manejo cuidadoso que preserve las funciones ambientales y, de este modo, evitar incurrir en pérdidas y costos mayores a los que se generan con el PSA.

Durante los últimos años surgieron nuevos instrumentos para viabilizar los PSA, dentro de ellos el programa REDD+ y el comercio de emisiones de contaminación. La finalidad de REDD+ (mecanismo de Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación), es facilitar incentivos económicos para la conservación de bosques y, por esa vía, facilitar que países del Sur Global contribuyan a la reducción de emisiones mediante la captura de CO2. Funciona mediante un pago indemnizatoria a los países con grandes superficies de vocación forestal que bien evitan la deforestación o fomentan la reforestación, con un efecto compensatorio en el saldo global de emisiones de contaminación atmosférica. Para este fin se le otorga un valor monetario al carbono almacenado en las áreas forestales concernidas. Pero, en realidad, con este mecanismo a menudo sólo se desplaza la deforestación hacia otras áreas. Se puede observar este perverso fenómeno por ejemplo en el Bolsa Verde do Rio de Janeiro, que se instauró en Brasil en diciembre del 2012. Además de compensar a los habitantes por conservar y proteger su medio ambiente, el programa organiza un mercado de certificados de conservación forestal, El cual permite a propietarios o empresas pagar el rescate de la obligación de proteger a los bosques (cf. Unmüßig 2014). Al fin y al cabo, se compran y venden los certificados, de tal manera que la destrucción de bosques se va compensando por la conservación que otros hacen en otras áreas. De nuevo la racionalidad de cálculo, de costo-beneficio, reduce los beneficios reales de la protección ambiental.

Debe entonces destacarse que la palabra compensación es engañosa. Biotopos locales no son meramente sustituibles por otras especies; una vez destruidos o eliminados son irrecuperables. Esto es particularmente evidente en regiones como la Amazonía. La modalidad de certificados de conservación forestal, sin las previsiones del caso, puede fomentar que se legitime la destrucción de los bosques y al mismo tiempo los responsables externalizan los perjuicios que han causado. La biodiversidad, las funciones ambientales se confinan como aspectos accesorios.

Además, se debe ponderar la cuestión de la propiedad. El hecho de que se pueda transar sistemas ambientales monetarizados condena a la naturaleza a convertirse en mercancía y sujeta de propiedad antes que valorar su riqueza no conmensurable en términos monetarios. ¿A quién pertenecen los árboles, el aire, los suelos? Según la lógica del PSA, probablemente ni a la comunidad indígena local y aún menos a la tierra misma. El sistema de los certificados de conservación forestal con todos sus procesos de cálculo y aplicación es muy complejo y conlleva el riesgo de exclusión de las propias comunidades (cf. Unmüßig 2014). Se manifiestan ahí desigualdades en las relaciones de poder entre, por ejemplo, empresarios y comunidades autóctonas, en las que estas últimas van quedando sin posibilidades de defender sus tierras y su hábitat.

En la medida que se aliente en exceso que las funciones ambientales se perciban como meros servicios sujetos a la ley de oferta y demanda, la valorización económica de los aportes de la naturaleza conlleva el riesgo de que los humanos se distancien aún más de aquella. Esta orientación tendería a reducir a la naturaleza como una materia prima para el ser humano. Dentro de esa perspectiva antropocéntrica, se corre el riesgo de que no se le otorgue un valor intrínseco a la naturaleza ni se reconozca la complejidad e interdependencia de las funciones que esta realiza, lo cual en consecuencia contribuye a legitimar la idea de que las sociedades humanas poseen el derecho de apropiarse de ella.

De persistir el reduccionismo de la naturaleza como un subsistema atado a la lógica del mercado, será casi imposible reconocer la diversidad biológica y cultural de los ecosistemas. Por lo tanto, se requiere de posturas y políticas sustentables que cuestionen esta visión mercantilista para dar paso a iniciativas y mecanismos que reconozcan desde distintos planos, no solo el de la fijación de precios, las funciones inherentes de la naturaleza para el conjunto de los seres vivos.

Asimismo conviene considerar que son las empresas privadas las que ofrecen los servicios de PSA. Se puede deducir que los Estados, en vez de asumir un papel protagónico en la protección de la naturaleza, eluden su responsabilidad y la dejan a merced del mercado. Las empresas ofrecerán y aplicarán el concepto PSA sólo mientras puedan acumular capital. ¿Pero debe depender la protección ambiental del crecimiento económico de una empresa privada o de la economía?

Otro asunto crítico respecto a los PSA es la creación y el mantenimiento de desigualdades globales. La mayoría de los PSA proviene de los países del Norte Global y está dirigida en un 75 % a países como China e India, mientras que son casi inexistentes o escasos en países africanos (Waltz 2017). Ello se debe a que la aplicación de los PSA es menos costosa cuando está establecida una determinada infraestructura industrial y administrativa en los países de destino, como es el caso de los dos antes mencionados, mientras que otras regiones empobrecidas del mundo no están aptas o no califican para ser beneficiarias de estos mecanismos (Deutscher Bundestag 2008). En consecuencia, escasean en regiones como la africana inversiones importantes para realizar proyectos ambientales. Cuando es el sistema mercantilista el que determina el financiamiento y la implementación de procesos de mitigación, muchas iniciativas de proyectos necesarias de protección y adaptación ambiental se quedan en la borda (cf. Waltz 2017).

Se ve entonces que estos instrumentos presentan límites a considerar en cada caso, tanto en el plano de la justicia social como en el de la protección ambiental. En esencia el concepto PSA sigue las lógicas de las grandes organizaciones financieras internacionales. Por eso no sorprende que el concepto fuese reconocido por el Banco Mundial como un medio muy importante para lograr el progreso social-económico.

No obstante, hay que reconocer que existen casos en los cuales la valorización de los servicios ambientales nos permite contar con una base de negociación cuando se quieren incrementar el lucro a expensas de la naturaleza. Remitiéndonos de nuevo al ejemplo del rubro camaronero y el impacto en los manglares ecuatorianos, se puede justificar la prohibición de la instalación de piscinas de camarones ya que el valor de los manglares para las comunidades es más alto que el mero capital que genera en beneficio privado la cría de camarones. Tomando en cuenta este hecho, los estados pueden ofrecer incentivos a las empresas, propietarios u comunidades si usan el territorio para actividades alternativas de manera sustentable. Si concurren ciertas condiciones y regulaciones, el concepto y mecanismo de valorización económica, en procesos de transición social-ecológica pudiera en ciertos casos contribuir a generar conciencia y respeto sobre las funciones ambientales.

Aunque la idea de asignar un valor económico a la naturaleza, propio de un enfoque antropocéntrico y capitalista se deberían superar a largo plazo, quizás por ahora, es una opción entre otras a ponderar para favorecer la protección ambiental en ciertas actividades. La visión de reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos parece por el momento utópica, y se debe seguir avanzando en concretar esta aspiración. Se podría entretanto reconocer una valorización, siempre y cuando esta opción no ponga en riesgo los objetivos de asegurar los medios de vida de las comunidades y el mantenimiento de los ecosistemas. Pero adviértase que Mantener en este caso no puede significar que, a través del traslado de un biotopo a otro lugar, se legitime o fomente la destrucción de las especies nativas. Además, los mecanismos de pago por servicios ambientales deben garantizar que este mecanismo se aplique de manera más equitativa y balanceada entre las regiones del planeta, en lugar de solo favorecer los intereses de las empresas y los países del Norte Global.

Ahora bien, pensando en la perspectiva de una transformación social-ecológica a largo plazo, tendremos que diseñar mecanismos que superen radicalmente el sometimiento de la naturaleza a los dominios de la economía, pues esto sería situarnos más allá de la actual coyuntura y de los paliativos. Por ello es pertinente plantear la pregunta ¿se podrá alcanzar la transformación mientras la conciencia ambiental se restrinja a las lógicas del mercado y sus mecanismos de asignación de precios?

Fuentes

Braat L. C. & R. De Groot (2012): The ecosystem services agenda: bridging the worlds of naturalscience economics, conservation and development, and public and private policy. Ecosystem Services 1 (2012): 4 – 15. Elsevier.

Deutscher Bundestag (2008): Erfahrungen mit dem Clean Development Mechanism: Umweltintegrität und Klimaeffizienz. Wissenschaftliche Dienste 8 - 3000 - 053/08.

Gette, N. (2009): La importancia de los manglares. Ecoportal.(11.10.18)

Kill, J. (2015): Ökonomische Bewertung von Natur: Der Preis für Naturschutz? Rosa Luxemburg-Stiftung. Brüssel: 44 – 45.

Nill, D. (2011): Bezahlung von Ökosystemleistungen für den Erhalt der landwirtschaftlichengenetischen Vielfalt. Konzepte, Erfahrungen und Relevanz für die Entwicklungszusammenarbeit. GIZ.

Unmüβig, B. (2014): Vom Wert der Natur: Sinn und Unsinn einer neuen Ökonomie der Natur. Heinrich-Böll-Stiftung. Berlin.

Waltz, M. (2017): Die Natur bekommt einen Marktwert. Deutschlandfunk Kultur.

Wunder, S. (2006): Pagos por servicios ambientales: Principios básicos esenciales. Centro Internacional de Investigación Forestal (CIFOR).

Zamora, G. (s. a.): Geografía de un Conflicto: Manglares vs Camaroneras. Revista Crisis.(10.10.18)

Escrito por:Sarah Bahle (estudiante de Relaciones Internacionales y Economía, Universidad Erfurt) y Moïra Rabussière (estudiante de Geografía Cultural, Universidad Friedrich Alexander Nürnberg-Erlangen). Ambas autoras han sido pasantes en la Fundación Friedrich Ebert FES-ILDIS Ecuador entre agosto y noviembre del 2018

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