21.12.2015

Todavía falta mucho para salvar el clima...

porque para lograrlo habría que tomar la decisión de abandonar el petróleo y el gas. El 12 de diciembre los delegados gubernamentales de 194 Estados coronaron su ritual anual de las negociaciones sobre el clima bajo el auspicio de las Naciones Unidas con la aprobación del Acuerdo de París. En vista de que parecía que no podía descartarse un nuevo fracaso de las negociaciones –como en el año 2009 en Copenhague–, en muchos lugares se celebró la aprobación del acuerdo.

Foto: Shutterstock

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Mirándolo fríamente, no hay motivo para celebrar el Acuerdo de París, dado que no se habló del verdadero tema: ¿cuándo terminará la extracción industrial de fuentes de energía fósiles y quién tendrá qué derecho sobre el petróleo, el carbón y el gas natural que aún restan? Si no se trata sólo de prometer el objetivo de los dos grados, sino también querer cumplirlo, implica dejar bajo tierra alrededor de cuatro quintas partes de las reservas de carbón, una tercera fracción de las de petróleo y la mitad de las de gas natural comprobadas hasta hoy. Pero el tan difundido término "descarbonización" de ninguna manera garantiza el "abandono de las energías fósiles". Desde hace años los consorcios petroleros hablan de la "utilización descarbonizada del petróleo y del carbón", que se supone viable recurriendo a técnicas de alto riesgo no probadas, como "la separación y el secuestro del carbón", o sea, la separación del dióxido de carbono durante la quema de combustibles fósiles –por ejemplo en plantas industriales– y el almacenamiento del gas en formaciones geológicas. Sin embargo, si se pretende que el objetivo de mantener el calentamiento global de la Tierra muy por debajo de dos grados sea alcanzable, ya expiró el plazo para experimentar con tales técnicas de alto riesgo no probadas o para seguir aferrándose a instrumentos que han fracasado como el comercio de derechos de emisión.

Por otro lado, no utilizar 80% de las fuentes de energía fósiles comprobadas conlleva la destrucción de capital. Las inversiones en el comercio con las reservas que ya se conocen se han efectuado con décadas de anticipación. Y un tratado de libre comercio como la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ATCI) que plantea fortalecer los derechos de propiedad de los consorcios y pretende conferirles el derecho a indemnizaciones en caso de pérdida de ganancias a causa de medidas gubernamentales, terminará por dificultar esa no utilización de fuentes de energía fósiles. Por lo tanto, resulta contradictorio formular el objetivo de un aumento del calentamiento global entre 1.5 y máximo 2 grados centígrados y, al mismo tiempo, estar negociando tratados de libre comercio como la ATCI.

Pero mucho tiempo antes de la ACTI, las negociaciones sobre el clima de las Naciones Unidas ya habían tomado un rumbo equivocado. El Protocolo de Kioto establece metas de reducción cuantitativas que son vinculantes a nivel internacional, pero sin fijar, a la vez, una fecha en la que debe terminar el uso de fuentes de energía fósiles, de modo que así se podría reducir el cambio climático a un problema cuantitativo: en la atmósfera se acumula demasiado carbono fósil en forma de moléculas de gases causantes del efecto invernadero y el clima cambia. Antes de que se aprobara el Protocolo de Kioto, verter las moléculas a la atmósfera no tuvo ningún costo para los usuarios de las fuentes de energía fósiles. Pero considerando que la consecuencia del aumento de CO2 en la atmósfera sí ocasiona al mismo tiempo costos para otros, Lord Stern, antiguo economista en jefe del Banco Mundial, en su "Informe Stern" presentado en el año 2006, consideró al cambio climático como el mayor fracaso del mercado que el mundo jamás haya vivido; o sea, las emisiones de gases de efecto invernado vistas como externalidad.

De este modo estaba trazado el camino para salir de la crisis: había que asignarle un precio a la externalidad de los gases de efecto invernado. A raíz de la presión ejercida por los Estados Unidos, ya se había amarrado el instrumento preferido para ello en 1997 en el Protocolo de Kioto: un mercado de derechos de contaminación comercializables. De ahí que el Protocolo de Kioto estableciera el comercio de emisiones como el instrumento central contra el cambio climático. Cualquier debate sobre la degradación del medio ambiente, la violencia, los entramados del poder y las ganancias, inherentes a la explotación y combustión de fuentes de energía fósiles, se vedó desde el principio. En su lugar, a partir de eso las disputas entre los expertos en torno al cálculo correcto de equivalencias entre los diferentes gases de efecto invernado –por ejemplo, 1 tonelada de metano equivale a 25 toneladas de CO2– dominaron el orden del día en las negociaciones anuales de las Naciones Unidas sobre el clima. Se negociaron las más absurdas abstracciones y fórmulas de cálculo, con el fin de tener un punto de partida para los sistemas de certificación, que cuantifican emisiones hipotéticas de gases de efecto invernado para luego compararlas con ahorros obtenidos en "proyectos sostenibles" concretos y certificar la diferencia como un ahorro real: derechos de contaminación basados en escenarios futuristas certificadas por la TÜV /oficialmente certificadas, por así decirlo. La diferencia calcuIada puede comercializarse después en el mercado de emisiones como derecho de contaminación en forma de bonos de emisión.

Y como si no bastara con eso: desde 2009, el comercio de emisiones ha resultado en que la liberación de gases de efecto invernado es barato, tan barato que es rentable quemar lignito, mientras que las centrales eléctricas de gas recién construidas estuvieron a punto de ser resguardadas. Hay muchas explicaciones de la supuestamente inesperada caída de los precios; los expertos las han discutido en detalle en otro contexto. Abarcan desde la súbita crisis financiera hasta la expedición de demasiados derechos de contaminación a los principales emisores de gases de efecto invernado. No obstante, los consorcios petroleros consideran que el instrumento no ha fracasado por el comercio de emisiones, sino por instrumentos políticos incompatibles, como las disposiciones nacionales obligatorias relativas a las energías renovables. "Se necesita un mercado de carbono con un solo objetivo. Desháganse de los demás objetivos y enfoques y dejen que el mercado de carbono determine el lugar que ocupan las diferentes tecnologías", así lo afirma en su blog David Hone, asesor para el cambio climático de Shell.

En otoño de 2014, la Comisión Europea presentó su propuesta para las políticas futuras en lo referente al clima y la energía de la UE. El documento 'Un marco estratégico en materia de clima y energía para el periodo 2020-2030' plantea, entre otras cosas, "un objetivo de reducción de los gases de efecto invernado a nivel de la UE que se reparta equitativamente entre los Estados miembros en forma de objetivos nacionales vinculantes", así como un "objetivo de la UE para las cuotas de las energías renovables", aunque ya no serían de obligado cumplimiento a nivel nacional. Por consiguiente, en el futuro será más difícil mantener el fomento focalizado de las energías renovables a nivel nacional.

De ahí que el comercio de emisiones siga en el ámbito internacional desempeñando el papel de lacayo con el fin de reducir el reto político y social del cambio climático a un problema cuantitativo dominado por debates técnicos. Empero, mientras que el comercio de emisiones siga siendo el instrumento fundamental en la lucha contra el cambio climático, será imposible alcanzar el objetivo de limitar el calentamiento global muy por debajo de 2 grados centígrados. La UE tendría la oportunidad de prescindir en su arriba mencionado paquete climático y energético para el periodo 2020-2030 del instrumento fracasado del comercio de emisiones cuando implemente el Acuerdo de París en 2016. No debería desperdiciar esta oportunidad.

Por: Jutta Kill
Este artículo fue publicado el 21. 12. 2015 en alemán en la revista IPG Internationale Politik und Gesellschaft
Traducción: Dorothea Hemmerling

Jutta Kill es colaboradora independiente del World Rainforest Movement. De 1999 hasta 2012 ha trabajado para la organización ambiental inglesa FERN y en el marco de la Durban Group for Climate Justice para los efectos del comercio de emisión.

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